Cuento con cuatro científicos y una indita

CONTRATAPA
http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-280174-2015-08-26.html



Por María Moreno
El 25 de septiembre de 1896, en un lugar llamado Sandoa del Potrero de Itería, Paraguay, el robo y carneada de un caballo desata una venganza. Sus dueños buscan en el espesor de la selva a los supuestos culpables: un grupo de indios aché que los científicos positivistas llamaron guayaquíes. Pero la selva, que no deja de crecer, suele tapar las huellas, interrumpirlas o dispersarlas aun ante el ojo de un hábil rastreador. El humo en tal territorio suele ser una señal para el encuentro o una delación. En este caso delataron. Era el día siguiente. Los colonos robados, tras avanzar bajo una leve llovizna cuyo ruido ocultaba el de sus pasos, sorprendieron a los indios alrededor de un fogón, protegidos bajo las hojas de un timbó. Les dispararon dando muerte a tres. Pocos meses después los antropólogos Ten Kate y De La Hitte fueron al lugar y recogieron el cadáver de una india vieja que se llevaron con fines de investigación. Los colonos, al parecer luego del cálculo caprichoso un caballo=una niña tenían en su poder a una aché de tres o cuatro años secuestrada durante la matanza y a quien los antropólogos describieron luego, en su informe, como triste y enferma. A ese botín de guerra lo entregarían en la localidad de San Vicente al doctor Alejandro Korn, director del Hospital Melchor Romero, no para que la cure, sino para que ésta que sea su sirvienta. En casa de los Korn cumplirá catorce años. Entonces apareció un cuarto científico, el doctor R. Lehmann-Nitsche, que la estudiará y le tomará fotografías, una de ellas desnuda. El será quien relate en un artículo titulado Relevamiento antropológico de una india guayaqui la vida breve de esa niña llamada Damiana, porque el día de la matanza de los suyos correspondía, en el santoral cristiano, al de San Cosme y San Damián.


Lehmann-Nitsche con una pluma cercana a la de la generación de escritores del ochenta que novelaron la supuesta insaciabilidad femenina (Eugenio Cambaceres, Lucio V. López, Antonio Argerich) cuenta cómo Damiana, al llegar a la adolescencia, sufrió un cambio abrupto y “la libido sexual se manifestó de una manera tan alarmante que toda la educación y todo amonestamiento por parte de la familia resultó ineficaz” (...). “Ausentábase la india de la casa con frecuencia, a veces hasta tres días, en compañía de un galán y llegó a envenenar a un perro que cuidaba la habitación para hacer entrar al hombre.” El doctor Lehmann-Nitsche parece ceder ante el mito denunciado por Susan Sontag: la asociación entre tuberculosis y aumento del deseo erótico –Damiana murió de esa enfermedad en 1907–; entonces estaba internada, por orden de su director y ex patrón, Alejandro Korn, en el hospital psiquiátrico Melchor Romero.

Luego de su muerte, su cabeza fue enviada al Hospital Charité de Berlín y restituida en 2012, el resto de sus huesos quedaron olvidados en un rincón del Museo Antropológico de La Plata hasta que fueron descubiertos en 2007 y restituidos en 2010.

La ley 25.517 por la que las comunidades indígenas pueden reclamar los restos de los suyos que permanezcan en museos, colecciones públicas y privadas permitió reconstruir el esqueleto de Damiana para devolverla a su pueblo en donde fue enterrada, llorada, vuelta a llamar Kryygi.

Damiana Kryygi, de Alejandro Fernández Mouján, es la historia de una restitución, su documento. Pero para el director eso era menos importante que encontrar el lenguaje para hacerlo.

Fernández Mouján, si bien elige el recurso tradicional de asumir el papel del personaje investigador (personaje si se quiere de épica blanda ya que, muertas las víctimas y los victimarios, desea y acompaña una verdad más allá de la jurídica), lo hace con una performance casi lacónica; su voz en off no es la de quien media entre el testimonio y las evidencias como una suerte de traductor esclarecido y sentencioso –sus preguntas suelen ser meramente inductivas, sus hipótesis una deducción respetuosa luego de una escucha atenta–, mucho menos es la de un aventurero sometido a los rigores de la naturaleza y a los portazos de las instituciones y se vanagloria de su roce con la experiencia: sólo un constante pero tenue temblor a la manera de una letanía transmite al espectador la conmoción de los acontecimientos.

Alicia sin espejo

La primera foto de Kryygi es inmediata a su captura y ha sido tomada por el doctor Ten Kate. Su cabello es corto y su mirada tristísima. Le han puesto en la mano una pequeña pelota, tal vez porque la cámara positivista suele conservar la escenografía y la utilería de la infancia –hasta el Petiso Orejudo fue fotografiado contra un cielo de cartón con nubes cual ovejitas– o era preciso detener el llanto de una cautiva de tres años que acababa de ser separada de su madre. Debajo no hay un epígrafe como esos con que el reverendo y fotógrafo Lewis Carroll ponía al pie de las fotos de su niñas amadas y desechadas al crecer según sus propias y desilusionadas cartas y donde podía leerse el nombre de Beatriz Henley, de Alexandra Kitchin y más frecuentemente el de Alice Liddell; niñas disfrazadas o semidesnudas en cuyo rostro se lee el fastidio –ese sentimiento burgués–, mientras que en el de Kryygi sólo el terror y la pena. Su cabello casi al rape que cita el corte del orfanato parece una proclama de su condición entre los blancos, su breve bata blanca, una profecía de su internación en el Melchor Romero y ese trozo de piel desnuda que, difusa por el revelado, se parece a un corbatín, despoja en la imagen, su género: claro, para esa cámara es un espécimen.

Esa niña podría ser nuestra Alicia trágica que, al revés de la otra, al crecer no fue rechazada por su fotógrafo sino que, recostada desnuda contra un muro del Melchor Romero, fue obligada a posar como ejemplar humano de una tribu curiosa en nombre del interés científico (con cierta suspicacia habría que consignar que Lehmann-Nitsche fue un apasionado estudioso y coleccionista de las expresiones populares criollas –canciones, dichos y adivinanzas que recopilaba con rigor–) y que, bajo el seudónimo de Víctor Borde publicó en Leipzig un libro titulado Textos eróticos del Río de la Plata.

Con el enemigo, ni las figuritas

A principio del gobierno de Raúl Alfonsín, la proliferación compulsiva, acrítica y sensacionalista de los relatos sobre las experiencias vividas por los prisioneros en los campos de concentración argentinos difundidos por la prensa amarilla convertía la tortura en pornografía. La oferta periodística conseguía insensibilizar hasta la indiferencia a través de la repetición incesante (el marqués de Sade utilizaba el mismo anestésico) de vejámenes que incluían, según la ley de quién da más, el diálogo entre torturadores y torturados en una especie de cotidianidad cordial y el flagelo del feto en el vientre de su madre.

En la antípodas de este marcado del testimonio, y es éste quizá su mayor valor, Albertina Carri, en su película Los rubios, un documental ficción sobre sus padres, el sociólogo Roberto Carri y la licenciada en Letras Ana María Caruso (Legajos Nº 1761 y 1771), desaparecidos el 24 de febrero de 1977, se dedica sin dejar fuera el testimonio, a investigar sobre los modos en que se representaba la desaparición, algo absolutamente novedoso y audaz en un momento en que proliferaba la estética de las “cabezas parlantes” y los primeros planos sobre testigos que hacían relatos desgarradores. Inspirada en el cine de vanguardia y lejos del realismo extorsivo, Carri despegó el testimonio de la autoexpresión al hacerse representar en el film por la actriz Analía Couceyro y trabajó el testimonio a través de mediaciones como la pantalla de una computadora (el de Lila Pastoriza) o de relatos que explicaban por qué quedó afuera el de una sobreviviente (Paula L.) o el de un sobrino que habría dicho que cuando fuera grande iba a matar a los asesinos de sus abuelos, pero sin incluirlos.

El destape a través del subgénero show del horror, sin deliberación política y sin la estrategia de la Justicia, aunque sí con la coartada de la denuncia, dejó legados siempre en acción, a menudo de apariencias más sutiles y por eso más arteros: muy recientemente el crimen de Angeles Rawson se comunicó como un thriller (bastante estirado aun en los períodos en que no había novedades en el caso) la repetición hipnótica de detalles sobre su vida a través de fotografías multiplicadas y repetidas de sus selfies –Angeles con funyi ingenuamente compadrón o peluca rubia de tribu animé, Angeles haciendo los cuernitos o con una remera en donde las lentejuelas dibujan unas enormes manos tratando de alcanzar su apodo Mummy bordados en su pecho (foto casual que se volvió trágicamente profética), Angeles haciendo acataaá parada en una pierna– de especulaciones sobre su himen, de sus esfínteres, de su cuerpo por fuera y por dentro como si la intención de la prensa fuera ofrecer al consumidor la posición imaginaria del portero Mangeri sin pagar las consecuencias: su goce voyeur antes del crimen, tal vez la justificación de éste.

Esa preocupación necesaria por los modos de presentación fue el eje de la película de Fernández Mouján y menos, como se sospecharía apresuradamente, la mera denuncia desde una conciencia edificante de hechos sucedidos en determinados estados y tiempos de la ciencia, la razón y los derechos humanos, para acompañar la Justicia de los más débiles. Preocupado porque las denuncias recientes sobre la suerte de Kryygi que a menudo eran acompañadas por su fotografía desnuda y con sus pechos y pubis cubiertos con las cintas negras del código de la censura en el porno y porque no deseaba que su cámara se superpusiera a la de Ten Kate y Lehmann-Nitsche, Fernández Mouján filma el desnudo de manera tal que parece impedir que la atención se detenga en él, que el morbo se sume a la contemplación de una evidencia. Mostró en cambio la sombra en una pared del Melchor Romero, en donde imaginó el lugar donde Kryygi había posado –un cierto desgaste, una grisura con la altura de la niña–, hallazgo estético que le permite una hipótesis reparadora: ella habría salido de su pasividad dolorosa para dejar una huella. Eligió reproducir sus retratos en donde su mirada se pierde un poco, dirigida a un más allá de la cámara de Lehmann-Nitsche que la ha fijado y parece dirigirse hacia un futuro en donde alguien –otro Alejandro que no fuera Korn– la pudiera contar de otra manera.

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