Difusión: El consumo irónico, un síntoma de época

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El consumo irónico, un síntoma de época
Clemente Cancela

31 de octubre de 2015

Imaginemos una escena: un hombre se sienta en el sillón de su casa, prende la televisión a medianoche, sintoniza Animales sueltos y tuitea un comentario ácido sobre lo que está viendo. Recibe varias respuestas -sarcásticas, obvio- y se envalentona con nuevos chistes sobre el programa y su conductor, creando así un live commentary tuitero sobre algo que está consumiendo, pero no tal como su propuesta original pretende, sino "desde otro lugar".


Segunda escena, más breve: una señorita camina por Palermo Soho, con anteojos negros, café en la mano y una remera estampada con una foto de Britney Spears con su cabeza afeitada.

Tanto en redes sociales como en la calle misma, el consumo irónico fue ganando espacio y definiendo una manera que encontraron jóvenes (y no tanto) de relacionarse con los productos que definen la era en la que les toca vivir. En su libro No Logo (2001), Naomi Klein dedica un capítulo a analizar un nuevo fenómeno mediante el cual, los adolescentes habían encontrado un atajo para relacionarse con una cultura impuesta a la fuerza por el mercado global, sin por eso perder la autenticidad; en vez de rechazar el consumo lo incorporaban a su vida, pero remarcando su independencia intelectual: "Voy a comer tu hamburguesa, pero sé con qué ingredientes está hecha".

Pensemos en un ejemplo actual y argentino: cada vez que sucede algo relevante -el estreno de una película o una elección presidencial- las redes sociales se colman de memes alusivos de Ricardo Fort, el fallecido millonario excéntrico con el cual ya no necesitamos aclarar nuestra distancia ideológica mientras podamos reformular irónicamente su existencia por su ideario dolarizado. Hoy ya forma parte de la cultura pop.

Una prueba más brutalmente honesta es la que entregan las marcas cada vez que convocan a un famoso olvidado a que haga una aparición fugaz en sus comerciales, musicalizados con algún artista de los ochenta cuyo nombre no podemos recordar. El mercado, se sabe, es más vivo que todos nosotros juntos.

El paso de los años resignifica todo: esa banda prefabricada que en 1993 no nos gustaba, hoy puede parecernos interesante o, al menos, disfrutable. Y la podemos escuchar sin la culpa de saber que nos estamos perdiendo algo artísticamente más relevante. Pero la que realmente nos apasionaba era aquella que nos provocaba a comprar su disco para escucharlo y dedicarle horas de encierro, volumen y emoción. La que no dependía de un contexto para trascender a su época. Yo, en lo personal, creo en el valor de relacionarme con lo que me conmueve genuinamente, sea una película, disco, serie o libro.

¿Notaron que nadie consume irónicamente sin compartirlo con el mundo? Soy consciente de que no vivo en una cabaña en el medio del bosque, pero tampoco siento que me sobre el tiempo como para mirar un programa de televisión que no me ofrece nada interesante sólo para aclararle a la tribuna que lo hago a conciencia de lo que estoy consumiendo. Y si a todo esto le sumo el hecho de que una de las virtudes más bellas de la ironía es su capacidad de pasar desapercibida, este síntoma de época me resulta muy poco elegante.


Por: Clemente Cancela


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