¿Qué es el consumo irónico?

por ALEJANDRO SESELOVSKY (La agenda Revista)

Podría ser una práctica narcisista del que se siente mejor facultado que aquello que está consumiendo. Pero un día ese consumo lo termina devorando.

27 de febrero de 2019


Como fue necesario darle un nombre, le pusimos consumo irónico al permiso que nos dimos para inhalar la toxina del entretenimiento fenomenológico, sus fantásticos vodeviles; para vibrar en el interior de esas historias de juguete y hacer de eso un goce podrido, exculpado.

Pero, bien mirado, no es más que una operación lingüística que coloca astutamente dos enunciados en cruce: consumo por un lado, irónico por el otro y a pegar los términos con el engrudo clase media de la suficiencia ilustrada. El resultado es una credencial para reírse de.

No sabría cómo historizar esta conducta, ubicar su punto de partida, cuándo fue que nos dimos el primer saque. ¿Arrancamos con Anabela Ascar y sus criaturas en CrónicaTV? No, tiene que haber sido antes. ¿Fue con Titanes en el ring? Titanes en el ring no era consumo irónico; les creímos a los titanes de Martín cada una de sus batallas, se las seguimos creyendo. No sé. Mucho joven universitario de los tempranos noventas que disparaba sobre Ritmo de la noche porque veía en Tinelli a un proveedor del cotillón necesario para la restauración liberal terminó, veinte años después, cantando Con una rubia en el avión en medio de una Bizarren Fest. Bien, he aquí una elipsis.

Hay otras.

Para el oyente originario de la Rock&Pop, por ejemplo, Luis Miguel era algo que merecía ser combatido, siempre en foros más bien imaginarios, asados cruciales, charlas junto a la máquina de café, todas plateítas así. Pero otra vez: ese oyente echó panza y dejó de preocuparse por sus huevadas simbólicas. Ahora no lo corre la batalla cultural, lo corre una deuda de expensas que se le juntaron. Pero como lo último que va a dejar de pagar es Netflix, resulta que terminó copándose con las villanías que Luisito Rey descarga sobre su hijo, a quien siempre ha llamado El sol de México.

Jordan
Cara de queso, la película de Ariel Winograd. El contexto: un director de la generación FUC que creció mirando nuevo cine independiente argentino de golpe celebra a Denis en pantalla, lo pone a brillar sobre un escenario que, está bien, es vecinal, como para afirmar las procedencias populares, pero que igual organiza el centro de una escena celebratoria.

De Los Sultanes a Vilma Palma, se puede encontrar variedad de paquetes ofrecidos sobre el caballete al paso de la bizarría sin culpa. Ahora, ninguno con la fuerza para distribuir desconcierto, pasma y morbo como la tríada íntimamente latinoamericana que integraron el ecuatoriano Delfín Quishpe y las peruanas Wendy Sulca y Juana Judith Bustos Ahuite, más conocida como La tigresa del Oriente. Tres artistas de lo inverosímil, de la precariedad manifiesta, con grandes carreras en YouTube y que alcanzaron, en 2010, ese tipo de validación que alcanzan los invitados al Bailando de Marcelo Tinelli, pantalla decisiva de la gran televisión regional que, como una de las tres Marías, sigue brillando, se está apagando, pero sigue brillando.

Quishpe cantaba algo de una novia que había muerto en el atentado a las Torres Gemelas. La tigresa del oriente te explicaba cómo dar amor así un nuevo amanecer tendrás. Y  Wendy Sulca, bueno, Wendy Sulca, de los tres, fue la pieza más inexplicable: una niña de ocho años vestida como manda la tradición del folklore limeño le canta a las tetas de su madre que, entendemos, todavía la amamanta. La canción, con arreglos de arpa andina y una base de Octopad, se llamó La Tetita y su línea fundamental decía:

De día, de noche / quisiera tomar mi tetita.

Cada vez que la veo a mi mamita / me está provocando con su tetita.


Desconcierto. Pasma. Morbo. Lo dicho.

Toda esta larga parrafada enhebrando ideas acerca de cómo fabricamos nuestros propios indultos para decir que, año 2019, Wendy Sulca tiene nueva canción, ahora en clave de trap genérico. Se llama Eso ya fue y el estribillo dice:

No soy una señorita, soy una mujer
No me llames, no me insistas, que ya te olvidé
Ya no estas más en la lista, te borré
No me pidas La Tetita que ya fue.

Hace algunas semanas, Eugenia Mitchelstein, directora de la carrera de Comunicación de la Universidad de San Andrés, publicó en la revista Anfibia un trabajo que se llamó Peligros y placeres del consumo irónico. La cito:

“El consumo irónico no es un fenómeno nuevo: en la década del 80, Ien Ang analizó cómo algunos espectadores de la serie dramática Dallas la seguían como si fuera una comedia, para reírse de los argumentos inverosímiles y la mala actuación de los protagonistas. ‘La actitud irónica le permite al espectador, de alguna manera, superar a Dallas, estar por encima de la serie, al mismo tiempo que la disfrutan’, escribió Ang.  En la misma época, Abrevaya, Becerra, Castelo, Guinzburg y Repetto  pasaban revista en la Noticia Rebelde, burlándose de las fotos y los títulos de tapa, haciendo cómplice al espectador.”

Bien, tenemos una hipótesis: el consumo irónico consiste entonces en el ejercicio narcisista de un espectador que se percibe mejor facultado que lo que está consumiendo. Y que precisamente lo consume para afianzar esa relación de jerarquías. Mira para despreciar. Y desprecia para, en la gimnasia del contraste, adquirir valor. Puede ser. Lo prueba la forma en la que nos hemos reído de Zulma Lobato, recordarán. (Frente al primero que diga “yo no me reí”, aclaro: no hablo de nadie en particular, solo refiero a un sujeto colectivo hecho de las multitudes espectadoras, eso que ahora llaman las audiencias)

Igual, ojo, porque se pueden revisar otras hipótesis, menos lacerantes: el consumo irónico podría ser, también, un atajo de la culpa. Alguien desea –de verdad lo desea– consumir algo que lo avergüenza frente a su comunidad de pares, un guilty pleasure inconfesable en sus círculos de referencia. No quiere burlarse ni pasarse de listo. Simplemente quiere escuchar, no sé, Arjona –por decir algo. Entonces lo consume irónicamente. Es decir, no lo consume. O sea: sí lo consume, pero no en serio. Lo consume en joda, de mentira, para reírse un rato. Bueno, es cierto, igual lo consume.

Sobre este vértice de sí es/no es; sobre este piso incierto acerca de lo que es o de lo que hace como que, se apoya esta operación de relectura que, como cualquier otra, es puro magma subjetivo. Cómo consumís algo es menos importante que si lo consumís o no. Para el productor, para el artista, en fin, para que siga girando la rueda de la industria, disfrutá tus mierdas como más te guste siempre que no dejes de hacerlo.

Hay una más, de la que puedo dar cuenta: el consumo irónico un día se vuelve consumo a secas porque el objeto de tu burla terminó enamorándote. Le pasó a un amigo.

En el verano de 1986 mi padre juzgó una buena idea irnos todos a Río de Janeiro. En auto.

A bordo de un Peugeot 505, el gran modelo de la época, y parando en Cataratas, Curitiba, Florianópolis, tardamos cinco días en llegar. Los largos trechos de ruta solían tenerme sentado atrás y en el medio, expectante del estéreo. Mi padre manejaba, su segunda esposa iba en la butaca del copiloto, el hijo de esa mujer en uno de mis costados, mi hermana en el otro y yo, con un casette de Soda Stereo en la mano, Nada Personal, esperando mi turno de ponerle música a esa cabina. Mientras, debí enfrentar el cancionero con que el que esa mujer joven, vieja, dueña de los comandos, nos aturdía: el marinero de Isabel Pantoja, el millón de amigos de Roberto Carlos, la América de Nino Bravo. Había algo peor, todavía: Pimpinela. Puro daño. Volví a Buenos Aires musicalmente resentido.

Así que por qué no iba a burlarme durante años de ese invento cache, vulgarísimo. Por qué no iba a cantarlo con sorna. Me llevó mucha vida comprender que si tirás con cuidado de Dueña de la noche llegás al Shakespeare de Otelo y que, en líneas generales, Pimpinela es una maravilla de la música popular argentina.

Vuelvo a Mitchelstein:

“Así como la ironía como figura retórica implica distancia entre el significado literal y el significado real de lo que decimos, no hay consumo irónico sin distancia entre el consumidor y el objeto simbólico que elige ridiculizar. Esta distancia ayuda a sortear la contradicción entre prestarle atención a algo que consideramos malo y disfrutarlo al mismo tiempo. El consumo irónico también sirve para subrayar el capital cultural del espectador: mira Contrafuego, la serie policial producida y protagonizada por Baby Etchecopar, pero sabe que es mala, se mofa de los actores, los guiones y la fotografía. Los consumidores irónicos pueden sentirse por encima del producto consumido, pero también, de quienes lo disfrutan de manera genuina”.

Entonces: un sujeto A mira todas las tardes por Canal 9 El Show del problema. Un sujeto B no puede creer que El Show del problema exista. Luego el sujeto B no se fascina con El Show del problema sino con el sujeto A, que es capaz de mirarlo. No importa con qué cosa cada uno, al final son dos fascinados. Un sujeto C escribe sobre ambos. Un sujeto D critica el texto del sujeto C. Y así.

Julieta Venegas
Ahora, reemplacen El Show del Problema por el programa de Johnyy Allon. Reemplacen el programa de Johnny Allon por la saga de Los Bañeros más locos del mundo. Reemplacen la saga por la serie española El Barco. Y ahora reemplácenla por una temporada de Fort Night Show. O por el infomercial de El Tasador que compite duro con el de Leiva Joyas. O por un tema de las Flos Mariae. O por un minuto de Misión Imagen con Pablo Carayani Camará, deriva provinciana del Banquete telemático con el que Fedrico Klemm nos sentó de culo frente a la pantalla. No sobra en esta lista Javier Milei ladrándole a Keynes desde una mesa en Peligro Sin Codificar.

El consumo irónico es una forma de tramitar el absurdo, de encontrarle algún negocio al sinsentido. Y como ven, hay pasto de engorde donde lo quieran encontrar.

ALEJANDRO SESELOVSKY
Es docente, cronista y guionista. Trabajó en Gente, Crítica y Rolling Stone. En Twitter es @aseselovsky.
https://laagenda.buenosaires.gob.ar/post/182941780620/qu%C3%A9-es-el-consumo-ir%C3%B3nico

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